El Dr. Tomás Cobo, médico anestesista y presidente del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos (CGCOM), ha quedado finalista en la III Edición del Concurso de Relatos Cortos del Colegio de Médicos de Cantabria con la historia de Virginia, una médica que cuando la conoció trabajaba de residente de primer año en anestesia en el Wolverhampton District General Hospital de Londres
En aquella habitación de paredes descascarilladas y aspecto de sucia. O quizás de vieja y usada. Allí. A la hora que casi siempre llegan estos disgustos. De madrugada. Allí terminó todo. Se acabó.
El mayor, con expresión cansada y triste, nos dijo que habían hecho todo lo posible. Imagino que debía estar acostumbrado a trasladar esas noticias. Le acompañaba un médico joven, de veintitantos, supongo que residente, que le miraba y nos miraba tratando, él mismo, de encajar el golpe.
Conocí a Virginia once años atrás, en Londres. Unos amigos madrileños con los que coincidí en la academia de inglés me invitaron a una friday party. “Estará lleno de chavalas” -me dijo Manolo Ceballos, un madrileño de 25 años, gordito y risueño, que se encontraba en Londres desde hacía 3 meses haciendo un stage en un estudio de arquitectos londinenses-.
La fiesta era en su apartamento de Gloucester Terrace.
Virginia llegó flaca, tarde y sola. La fiesta estaba en su fin. Tenía los ojos castaños, de un color parecido al de su pelo, que le llegaba más allá de los hombros. Parecía que sus carrillos estaban clavados a su maxilar por unos hoyuelos que le aparecían al ser amable y que le conferían esa apariencia de felicidad que solo algunas personas poseen.
Manolo nos presentó mientras le quitaba el impermeable por la espalda, al tiempo que me guiñaba un ojo buscando mi complicidad.
Estuvimos charlando un buen rato. Trabajaba de residente de primer año en anestesia en el Wolverhampton District General Hospital. Había llegado a Inglaterra hacía solamente seis meses.
Años después, cuando ya éramos tan amigos, me dijo que aquel día se fue pensando que iba a ir tras ella de inmediato para abrazarla y besarla en aquellas cutres escaleras. Nunca me lo creí. Creo que le gustaba fabular nuestra relación. Nunca he entendido esa manía de muchas mujeres de convertir simples instantes en fábulas llenas de hechos románticos.
Sí es cierto que aquel día no dejamos de mirarnos a los ojos, pero también es cierto que, en cuanto me despisté un minuto, Virginia desapareció.
La llamé a su hospital unas semanas más tarde y conseguí hablar con ella por teléfono. Fue a partir de aquel momento cuando se fraguó nuestra amistad, que habría de durar tantos años.
Virginia y yo disfrutamos de esa íntima amistad en la que, aún con deseo, nuestras vidas sentimentales paralelas nunca concedieron un lugar para el sexo. Como si de esa manera reserváramos la fidelidad para nosotros mismos. Como si la guardáramos para un futuro, para los dos, pegada a la sinceridad que nos demostrábamos como amigos.
Durante esos once años daba igual dónde estuviéramos, siempre encontrábamos la ocasión para encontrarnos cada dos o tres meses.
Aquella tarde me llamó a deshora y me contó lo que había pasado. Lloraba desconsolada, con un tremendo disgusto.
Era un parte quirúrgico de ORL, uno más para una ya experimentada anestesista. Un peque de 3 años para una amigdalectomía programada. El segundo del parte. Una anestesia de rutina. El peque venía en los brazos de su madre con un inconsolable lloro. Virginia le tomó en sus brazos -pocos saben cómo se siente el médico al separar, literalmente por la fuerza, a un chiquitín de los brazos de su madre – y después, todo ocurrió muy rápido.
Al llegar a quirófano, ya con los dos otorrinos esperando y las enfermeras preparando el campo, Virginia aún con el peque en sus brazos, comenzó la inducción inhalatoria con Sevoflurano. Inicialmente, solo con la mano en la cara y, a los pocos segundos, con la mascarilla facial. Fue en ese momento, al poner la mascarilla facial, cuando el chiquitín hizo un espasmo de glotis y dejó de respirar. Su abdomen se movía de arriba abajo, pero no entraba aire. Le tumbó en la mesa quirúrgica y trató de ventilarle, apretando tan fuerte como pudo la bolsa de oxígeno, pero no entraba aire. En este instante, la pérdida de saturación empezó a ser obvia, no solo en el monitor, sino en el amoratado color de la piel. En milésimas de segundo, Virginia cogió el laringoscopio, abrió la boca del pequeñín y trató de intubarle. Al mismo tiempo, una de las enfermeras trataba de coger una vía endovenosa. Ni lo uno ni lo otro era posible. La saturación continuó bajando y, lo que era ya peor, la frecuencia cardiaca también. Aparecieron dos anestesistas, uno de los cuales, también infructuosamente, trató de intubarle. El peque tenía ya una frecuencia cardiaca por debajo de 20. Esa fue la última constante que Virginia me contó que recordaba, paralizada y separada ya del escenario en el que su compañero había tomado la iniciativa.
Los otorrinos intentaron una cricotiroidotomía de emergencia en aquel cuello morado y minúsculo.
Desafortunadamente, la vena yugular anterior se cruzó en su camino y se desató una hemorragia. El peque estaba ya en parada para entonces. Imposible de ventilar, imposible de intubar. Finalmente, consiguieron canalizar una vía venosa y se administró adrenalina, ya tarde. La hemorragia en el cuello era continua. Después de 20 minutos, alguien dijo “basta”.
El peque había muerto.
Virginia me dijo que el resto fue horrible. El otorrino se sentó en una esquina del quirófano, ausente. Ella, de alguna manera recobró la consciencia, observó la escena sobre la mesa quirúrgica con el niño muerto y comenzó a llorar. Las enfermeras y sus compañeros anestesistas trataban de consolar lo inconsolable. Solo unos minutos después de que la madre se separara de su hijo, había que decirle que, con todos sus abrazos, con toda su ternura, con toda su maternidad, con todas sus sonrisas, con toda aquella ilusión, con todos aquellos proyectos… su hijo, su chiquitín, estaba muerto.
Armada de sabe Dios qué fuerzas, con un mal entendido sentido del deber, con muy poca formación para afrontar esas situaciones, con los jefes de servicio, los gerentes y los directores médicos desaparecidos, con tan solo 35 años, Virginia y su compañero cirujano salieron al encuentro de la madre, que ya esperaba en la puerta principal de los quirófanos.
Tiempo después, me dijeron que el grito fue largo y desgarrador. Que se oyó por todo el hospital.
Aquellos días hablé mucho con Virginia. No dejaba de llorar. Repetíamos juntos, paso a paso, milésima a milésima, toda su actuación. Quedé en verla ese mismo fin de semana. Era un jueves a las seis de la tarde.
Miguel me llamó pocas horas más tarde. Habían encontrado a Virginia en casa, sola, tirada en el sofá con un gotero en su brazo y ampollas de Propofol y Atracurio por el suelo. El 061 la intubo y resucitó y estaba ingresada en Cuidados Intensivos del hospital. Cogí el coche en ese estado entre el sonambulismo y la profunda tristeza y me fui para Madrid.
Al llegar a su hospital, ahora , aquí, de madrugada, a la hora que casi siempre llega la muerte, me di cuenta que ya nada sería igual. Se terminó. Estos dos médicos, el mayor y el joven, nos dijeron que Virginia se murió. Se suicidó. Suicidó su sonrisa de hoyuelos, sus ojos tan bonitos, su frescura, su juventud y con todo ello, gran parte de mi vida.