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Dra. Mónica Lalanda: «Que pare la rueda»

«La vida no necesita tratamiento farmacológico», como defiende la Dra. Mónica Lalanda, en este artículo, en el que lamenta que la sociedad de cada vez más valor «a lo que se vende en la farmacia». Sin embargo, no se resigna y dice apuntarse al movimiento de los que opinan que «ha llegado la hora de cambiar conceptos y de hacer limpieza», tomando como punto de partida, documentos como el recientemente difundido por la OMC «Medicamentos, vida social y clínica» que, a su juicio, «debería marcar un antes y un después en la Medicina de este país»

 

 

 

Madrid, 15 de abril 2015 (medicosypacientes.com)

«Que pare la rueda»

Dra. Mónica Lalanda. Médico de Urgencias. Miembro de la Comisión Deontológica del Colegio de Médicos de Segovia

Hasta 1899, el médico y sus manos, era el agente terapéutico más importante que existía. Ese año, llegó la aspirina y a partir de ahí comenzó una era de revolución farmacológica. En este último siglo el crecimiento exponencial de medicamentos no tiene comparación con ninguna otra área de la vida. Las medicinas se han colocado como la panacea de la salud, aparentemente responsables del aumento de la esperanza de vida y el estandarte de la calidad de la misma. Ha llegado el momento de poner todo esto en duda, de reflexionar sobre datos y sobre actitudes. Ya por los años 70, Ivan Illich en su obra Los límites de la medicina, predecía que se nos avecinaba una pérdida total de confianza en la medicina moderna y ese momento ya está aquí. Si no la paramos, esta rueda de hámster en la que corremos cada día los médicos, incapaces de detener la inercia de la costumbre e impulsados por los intereses de la Big Farma, nos acabará aplastando.

Las enfermedades parecen haber aumentado, todo ahora es digno de tratamiento y merecedor de nombres complejos. Cualquier desviación de la media se convierte en patología y los procesos normales de envejecimiento se re-decoran a modelos de enfermedad, también el niño activo, el viudo triste, la mujer menopáusica son susceptibles de pastillas. Y ya no solo eso sino que los poderes casi mágicos de algunas sustancias alargan sus garras hasta acaparar a la industria alimentaria;  a día de hoy las secciones de yogures y leche de los supermercados son verdaderas farmacias con promesas de bajar el colesterol, mejorar las defensas, reforzar los huesos, subir el ánimo, digerir piedras, tener niños más listos, la piel más tersa y un largo etc. Somos presas de un nuevo concepto en el que ya todos somos enfermos potenciales, en palabras de Aldous Huxley, autor de Un Mundo Feliz, «la medicina ha avanzado tanto que ya nadie está sano». Cuando uno revisa las largas listas de medicación de los pacientes, resulta irónico encontrar que mucho de lo que recetamos es solo para prevenir enfermedad, no para curarla, y en este proceso ignoramos que los medicamentos en sí mismos, son también tóxicos y no están exentos de riesgos. La iatrogenia es la nueva pandemia mundial; solo en América se calcula que muere una persona cada 15 min por efectos indeseados de una medicación con receta.

La supervivencia a los cánceres más comunes apenas ha cambiado; las estadísticas, tantas veces engañosas se empeñan en mirar a la supervivencia a los 5 ó 10 años y echar campanas al vuelo. Tenemos cánceres que se diagnostican antes, tenemos gente que vive consciente de su enfermedad mucho más tiempo pero la mortalidad apenas ha variado, no ha disminuido con los screenings, otra enorme mentira de la medicina actual sobre la que muchos países han dado ya marcha atrás mientras España continúa enloquecida con PSAs y mamografías a troche y moche.

El sentido común se ha visto desplazado por la impresión hipnótica de que las medicinas todo lo curan y una tolerancia cero al dolor o incluso a la leve molestia. El niño con algo de fiebre o que tose dos veces, el anciano al que le cuesta dormir, el rasguño, el granito en la piel, el dolor de cabeza trivial y un largo etc, acuden sin demora al médico y a por una receta. El médico que no prescribe no parece ya digno de ser visitado. Ante la presión creciente de la demanda y la falta de tiempo, esa receta se emite, aumentando así la sensación de que esto es lo que hay que hacer, acudir al médico para todo. Las antiguas abuelas solían solucionar muchísimos pequeños problemas que ahora acaban en las consultas de pediatras y médicos de familia y pos supuesto, en Urgencias.

Sentarse a ver un rato la TV es una continua incitación a consumir medicamentos o productos similares. «El 50% de los niños dejan comida en el plato» se convierta en una recomendación para administrar un producto de para-farmacia en vez de llevar a la reflexión de que quizás el 50% de las madres ponen demasiada comida en el plato, esta locura define nuestra sociedad. Nos toman el pelo, nos manipulan, nos han abducido, nos hemos dejado.

La cultura sanitaria es sorprendentemente baja teniendo en cuenta la facilidad para acceder a información. Como sociedad, preferimos que alguien más tome las decisiones pero no podemos ignorar el bombardeo de propaganda al que se nos somete. La presión de la industria farmacéutica se ha trasladado desde el médico (que por estar obligado a recetar genérico ha perdido interés) directamente al consumidor (con propaganda explícita y a través de las Asociaciones de Pacientes a las que financia prácticamente en su totalidad).

No cabe duda que hay multitud de fármacos fantásticos, y … qué sería de nosotros sin tantos y tantos medicamentos tan útiles en procesos agudos y crónicos.  Sin embargo, si uno se toma el tiempo de echar un vistazo a las estadísticas mundiales sobre esperanza de vida, comprueba que esta mejoró en el mundo drásticamente cuando empezamos a comer bien, a beber agua limpia, y particularmente cuando nuestros desechos fueron a parar a las alcantarillas en vez de fluir por las calles. Nada ha hecho tanta diferencia a la salud mundial, ni siquiera los antibióticos. Vivimos bien y esto nos mantiene en mejor estado de salud y por más tiempo y sin embargo leemos con regularidad como la industria farmacéutica considera que el siglo XXI tiene un débito con ellos por haber sido garantes históricos de esta mejora.

Y en medio de esta locura, la creación de nuevos medicamentos es imparable. La sociedad cada vez da más valor a lo que se vende en la farmacia, se separa la evidencia científica del éxito de un producto y las pastillas de agua con azúcar a precio de oro hacen furor. Todo vale. Pero no es solo la homeopatía la que triunfa sin que se llegue a demostrar su eficacia; con el tiempo se ha ido haciendo más obvio que muchos de los estudios que avalan algunos fármacos tienen otros tantos estudios en su contra que han acabado en un oscuro cajón. No se publica más que una pequeña parte de lo que se investiga; solo lo que interesa sale a la luz y los conflictos de intereses salpican incluso a las instituciones supuestamente adalides del bienestar mundial. Solo tenemos que echar la vista atrás al Tamiflú o a la vacuna de la gripe A. La opacidad es la reina indiscutible de la farma-industria.

El presupuesto sanitario farmacológico se lleva una partida enorme, cada vez más descontrolada. La creación de fármacos nuevos o pseudo-nuevos dispara la competitividad y la codicia en la industria farmacéutica y su demencial sistema de patentes, nos coloca en tesituras como la que vivimos actualmente con la hepatitis C. Creo un fármaco nuevo, le coloco un precio absolutamente majadero (que incluso pone en peligro los presupuestos para tratar otras enfermedades) y finalmente azuzo a las asociaciones de pacientes para que demanden del gobierno su compra. Un plan perfecto y una situación surrealista..

Estas ideas revolucionarias, lideradas por médicos de proyección internacional como Ben Goldacre, Margaret McCartney o Juan Gervas, han ido calando como esencia de la ética médica y del buen hacer profesional. Ahora somos muchos los que creemos firmemente que ha llegado la hora del cambio, de poner casi todo en duda, de promocionar lo válido, de mejorar la seguridad, de valorar la eficacia, de demostrar que lo nuevo no es necesariamente lo mejor y que la vida, como tal, no necesita tratamientos farmacológicos. Ha llegado la hora de cambiar conceptos y de hacer limpieza. Para mi sorpresa, una institución como la OMC saca hace unos días un documento (Medicamentos: visión social y clínica) que aunque con menor vehemencia que los arriba mencionados, pone sobre la mesa juicios de valor durísimos refrendados por su asamblea general. En resumen: un enorme «esto no puede seguir así». Me quito el sombrero. Para una organización vista por muchos como algo «casposa», el unirse a esta revolución social y ética es un soplo de aire fresco. Es una pena que el conflicto creado por su visión políticamente incorrecta de la prescripción enfermera, esté haciendo pasar desapercibido este documento que bien aplicado debería marcar un antes y un después en la medicina de este país. Son tambores de guerra llamando por fin a parar la rueda del hámster.

 

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