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Dr. Vicente Andrés: “La «persona» en la práctica clínica: un «lugar» donde encontrarse médico y paciente”

El Dr. Vicente Andrés, Doctor en Medicina, Diploma Superior en Bioética y Máster Universitario en Filosofía Práctica, analiza en este artículo de opinión, la relación médico-paciente bajo el título “la persona en la práctica clínica: un lugar donde encontrarse médico y paciente”

Vicente Andrés Luis, Doctor en Medicina. Diploma Superior en Bioética. Máster Universitario en Filosofía Práctica.

Se puede decir que el acto clínico es un encuentro entre dos personas ?en principio autónomas, aunque la falta de autonomía no desnaturaliza tal encuentro? en el que una parte, sufriente, busca ayuda, esperando encontrarla y la otra, receptiva a su sufrimiento, está capacitada y dispuesta para proporcionársela. Así, podemos hablar de un «lugar», en el sentido de tiempo y ocasión en el que estas dos personas tienen la oportunidad de encontrarse, con la finalidad concreta de sanar, cuidar o paliar.

No es posible concebir al individuo de la especie humana aislado de la realidad en la que le ha tocado nacer. El nasciturus[1] es un ser completamente dependiente de la madre, la cual es independiente y autónoma, con una personalidad e identidad propias, aunque inmersa en una determinada sociedad, a la que acompaña una realidad circunstancial concreta. Solo al nacer y pasadas las primeras veinticuatro horas, el nacido vivo adquiere la condición de persona y, por lo tanto, de sujeto de derechos y obligaciones. El término «persona», en su concepción filosófica, tiene un origen jurídico y se refiere a ese individuo de la especie humana al que se ha aludido. Etimológicamente (prósop?n) significaba máscara de teatro, que servía a los actores como rostro expresivo para representar un papel concreto y al público para identificar al personaje al contemplar el espectáculo ofrecido. El teatro es, en definitiva, también un lugar de encuentro entre  personas, unas más activas y otras más pasivas. Para los estoicos, la vida humana era una forma de representar un papel, Epícteto ?predicador de la vida contemplativa? así lo afirmó en su Enquiridión (XVII): «Recuerda que eres un actor en una representación…»[2]. El recién nacido es así acogido en lo que los antropólogos denominan «útero social», donde continúa su desarrollo que ya se inició en el útero materno. Se va así fraguando el proceso de individuación en el que material y formalmente el ser humano va adquiriendo las características que le harán reconocible ante los demás y, en su momento, ante sí mismo. Como persona irá mostrando una personalidad propia, como consecuencia del progresivo aumento de la conciencia y autoconciencia, hasta alcanzar la madurez que, en términos clásicos se alcanzaba en el tercer septenio de la vida, esto es, a los veintiún años. Sabemos de la variabilidad individual de esta madurez y del desarrollo personal, aunque jurídicamente este cifrado en una edad concreta.

Al hablar del concepto «persona» resulta difícil no caer en los tópicos, sobre todo si hablamos de cuestiones relacionadas con la bioética; intentaré no caer en ellos. Esta palabra la oímos constantemente y, como ocurre con lo muy repetido, quizá acaba perdiendo la sustancia y alterando su significado final. Con la publicación de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia, el concepto vuelve a estar en primera línea. La palabra persona aparece en treinta y ocho ocasiones en el texto, tanto para aludir al «final de la vida» o a la «voluntad expresa» y por tanto a la «autonomía» del individuo de la especie humana. Eric Cassell da una definición que engarza con la medicina y su práctica:

Una persona es un individuo humano corpóreo, determinado, pensante, sensible, emocional, reflexivo y relacional que hace cosas. Prácticamente todas estas acciones –voluntarias, por costumbre, instintivas o automáticas– se basan en significados. Una persona vive en todo momento en un contexto de relaciones con los otros y consigo misma. Estas relaciones nunca desaparecen.[3]

              Así, el médico, con su personalidad propia y un grado de madurez ajustado a su profesión, se encuentra con un paciente que puede estar en un desarrollo pleno, antes descrito, que facilita el entendimiento y el afrontamiento del problema planteado en el terreno intersubjetivo, y que se ha convertido en un elemento común. Pero también ocurre que el grado de desarrollo no es uniforme y hay que ajustarse a estas diferencias. Se ha atendido al nacimiento y desarrollo de la persona; sin embargo, hemos de reparar en que el ser humano sufre problemas diversos en este desarrollo. Puede no adquirirse por completo la autoconciencia, producirse problemas de identidad o aparecer un proceso de despersonalización. Todo ello afecta a la autonomía de la voluntad personal. Si la autonomía plena conduce a la autorrealización personal, la despersonalización va acompañada de desrealización. «Despersonalización y desrealización son vivencias de extrañeza, de vacío o de irrealidad»[4]. Entramos en el terreno de la psicopatología con toda su complejidad y aquí habrá que extremar la prudencia a la hora de juzgar el grado de autonomía de la persona, porque este tipo de procesos afectan a la identidad del ser humano, a su autoconciencia, a ser dueño de sí mismo, pero a nuestros ojos, no deja de ser una persona, por muy alienado o enajenado que esté.

              Así pues, tenemos a dos hombres autónomos en un terreno común, en una relación asimétrica, en el que uno pide, voluntariamente, y el otro, deontológicamente, ha de dar. Y es momento de recordar las tres preguntas esenciales que Kant se hacía sobre qué es el hombre: ¿Qué puedo saber?, ¿Qué debo hacer? y ¿Qué me está permitido esperar? Las tres preguntas, según el filósofo de Könisberg, dirigían al hombre a la reflexión sobre el conocimiento, la ética y la religión, respectivamente[5], pero podemos extrapolarlas a las que en la relación clínica se han de efectuar, porque las tres apelan a lo que aquí se pone en juego, porque hemos de preguntarnos qué es el hombre enfermo, cuáles son nuestras obligaciones como médicos hacia el que está en esa situación y no podemos olvidarnos de las creencias y convicciones que ese hombre nos puede manifestar y han de ser respetadas, independientemente de lo que nosotros consideremos.

Orientados como están estos artículos hacia la práctica médica, se ha hecho una somera exposición de lo que supone el desarrollo integral del ser humano individual y personal, una unidad psicosomática, según admiten las neurociencias y no un cuerpo y un alma con desarrollos específicos y determinados. Materia y forma están en el individuo desde el primer momento y se mantienen hasta el final de la vida de la persona. Llegar conscientemente a enfrentar el hecho incontestable de la finitud de nuestra realidad personal en circunstancias variables y que nos obligan, tanto a médicos como a pacientes siguiendo a Ortega y Gasset, a tomar distintas perspectivas. También el médico ha de ser consciente de que su papel de paciente llegará a ser una realidad.

En el caso de la finitud, médico y paciente, dos seres humanos involucrados en el proceso de morir de uno de ellos que han de conjugar y armonizar ambas perspectivas, buscando por medio de la deliberación y la mesura el punto de encuentro que a la vez supondrá el punto de ruptura de una relación que, en muchos casos, habrá durado años. El conocimiento personal jugará un papel extraordinario en este acuerdo final, pero la capacidad del médico de toda la vida para juzgar lo que hemos dado en denominar «salud mental» quizá no sea suficiente o, al menos, no suficientemente satisfactorio, por lo que la ayuda del psiquiatra y psicólogo será, en ocasiones, también obligada. La angustia puede llevar a sentirse morir, desde la perspectiva del paciente, y objetivamente no ser así.

Esto puede ser prevenido con la declaración de las «instrucciones previas», «voluntades anticipadas», o más comúnmente, el denominado «testamento vital», en el documento adecuado, en el que el interesado manifiesta su decisión que, como todo consentimiento informado, puede ser revocado o modificado, según las circunstancias que al paciente le toque vivir y en el que puede expresar libremente las condiciones en las que se le puede aplicar la eutanasia y pronunciarse en las cuestiones relativas a la salud mental, que pueda tener y el grado de autonomía esperable. El problema es que cuando se redactan dichas instrucciones el paciente está en un momento presente muy diferente del futuro en el que se sitúa imaginariamente. Con todo, una decisión muy personal, pero que requiere de asesoramiento, necesariamente, de más de un facultativo.

 

[1] Concebido, pero no nacido. En Roma el nasciturus no era sujeto de derecho, pero sí de protección legal por su futura humanidad.

[2] Epícteto (2007). Enquiridión. Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, p. 36.

[3] Cassell, E. (2009). La persona como sujeto de la medicina. Barcelona: Fundació Víctor Grífols i Lucas, p. 16.

[4] Muñoz, P; Anguiano, JB; Mondragón MS (2001). «Conciencia». En Eguíluz, JI (ed.) Introducción a la psicopatología. Madrid: IM&C, p. 61 (citando a Alonso Fernández, F).

[5] Solé, J (2015). Kant. El giro copernicano en la filosofía. Barcelona: Batiscafo, p. 48.

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