El Dr. José Ramón Repullo, médico y profesor de la Escuela Nacional de Sanidad, escribe en esta ocasión sobre los beneficios de una medicina prudente y sensata que sea capaz de sopesar riesgos con beneficios y añadir racionalidad técnica, donde la mejor evidencia ayude a reducir el uso inapropiado e inseguro. Se trata, como explica el Dr. Repullo de "aprender a 'surfear' en la caótica ola de cada enfermo, pero con una buena tabla y una técnica bien entrenada"
Dr. Repullo: “Medicina prudente para la seguridad del paciente y el disfrute del arte clínico”
José R. Repullo. Médico y profesor de la Escuela Nacional de Sanidad (jrepullo@isciii.es)
Nos preocupa la seguridad del paciente; nunca lo suficiente; desde aquel “primum non nocere” la medicina ha ido tomando conciencia del parejo avance de la técnica y los errores y efectos adversos.
Dos autores, Beauchamp y Childress tuvieron la buena fortuna de plasmar la moderna bioética médica en cuatro principios en equilibrio y conflicto: beneficencia, no maleficencia, justicia y autonomía.
Los problemas de seguridad del paciente claramente se basan en el principio de No Maleficencia; y todo el movimiento desarrollado en los últimos 15-20 años buscan compensar la suficiencia vanidosa de la medicina moderna, para mostrarle el lado menos visible de una práctica clínica que por su fragmentación organizativa y por la potencia de sus instrumentos diagnósticos, terapéuticos y de cuidados, puede ser tóxica para pacientes complejos, pluripatológicos y frágiles. Por no hablar de los pacientes terminales, donde las estrategias paliativas tienen escaso acomodo en la lógica dominante de lucha contra enfermedades.
Pero… ¿y si desde el principio defensivo de la no-maleficencia expandiéramos la seguridad del paciente hacia las otras tres dimensiones bioéticas?
Por ejemplo: en el principio de la Beneficencia, aprendiendo a tener una visión contextual del margen de mejora de la salud: ¿conozco los riesgos de las estrategias asistenciales?; ¿son sobre-compensados por los beneficios esperados, ajustados a la probabilidad de conseguirlos efectivamente?; si el paciente está básicamente sano, ¿sería aceptable un evento adverso? (caso de las inmunizaciones y cribados, o de las intervenciones de cirugía estética y medicina satisfactiva); si el paciente está “desahuciado”, ¿serían aceptables las penalidades y molestias que acompañan a las intervenciones para perseguir un vano objetivo de salvar la vida, que se sujeta por la fantasía compartida del médico y su paciente?
O bien, en el principio de la Autonomía, aprendiendo a situar los dilemas en el contexto y bajo el control del paciente: ¿entiende el paciente la estrategia asistencial y los dilemas clínicos?; ¿quiere él saber, y sabemos nosotros explicar adecuadamente en qué consisten?; ¿somos capaces de no imponer sutilmente preferencias profesionales en los pacientes?; ¿somos particularmente cautos cuando de nuestra persuasión por una opción dependen ganancias económicas o de poder que pueden nublar nuestra obligada parcialidad a favor de los intereses del paciente?
Y, finalmente, en el principio de la Justicia, manteniendo un diálogo permanente con nosotros mismos sobre si merece la pena, o valen lo que cuestan, todas y cada una de aquellas acciones que ponemos en marcha en las estrategias clínicas para nuestro paciente. Y aquí la relación con los problemas de seguridad se produce tanto en la desmesura diagnóstica (¿qué valor marginal añade una prueba adicional en el cambio del curso natural de la enfermedad?) como en la obstinación terapéutica miope y descontextualizada.
La desinversión de lo inapropiado y su reinversión en pacientes y acciones con gran margen de impacto en salud tiene premio adicional, ya que tiende a mejorar el balance de seguridad clínica (beneficios – riesgos), porque implica trasladar intervenciones a aquella parte de la curva donde el diferencial entre los incrementos de salud esperables supera ampliamente a los efectos adversos que podrían acontecer.
Y con estas tres relaciones podríamos concebir un QUEHACER CLÍNICO PRUDENTE, una medicina prudente y sensata que sea capaz de sopesar riesgos con beneficios, modularlos con la opinión y preferencias del paciente concreto, y añadir racionalidad técnica donde la mejor evidencia ayude a reducir el uso inapropiado e inseguro.
¿Una nueva carga para el facultativo? No creo; así no funcionaría nunca. Se trataría, por el contrario, de una des-sensibilización ante los miedos ancestrales de la bata (litigios judiciales por malpraxis); de romper con el individualismo feroz para aprender a trabajar con otros colegas y otras profesiones; de despertar a la realidad y constatar que con los pacientes se pueden compartir dudas e incluso confesar errores y fallos sin que el cielo se hunda sobre nuestras cabezas; y de un aprendizaje grupal a cómo ganar sensatez y efectividad en la práctica asistencial usando todos los instrumentos a nuestro alcance: los diagnósticos, los terapéuticos, los de cuidados, y los de interacción personal.
Se trata más de aprender a “surfear” en la caótica ola de cada enfermo, pero con una buena tabla y una técnica bien entrenada, que de aplicar protocolos in vitro que nunca encuentran el paciente adecuado para expresarse con plenitud. Y surfeando con ciencia y arte podemos reencontrar al paciente y al placer de practicar una profesión vocacional y maravillosa.
Con buena formación, con apoyo en otro compañeros, fortaleciendo valores, y perdiendo el miedo a volar, podremos revitalizar esta vieja y nueva profesión nuestra, de forma prudente pero también de manera ligera y relajada, por el hecho de afrontarla de forma más sabia, creativa y reflexiva.
Porque el buen quehacer profesional se asienta en la convicción de que… aunque pueda haber pacientes incurables, nunca hay un paciente incuidable.