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Dr. Bátiz: “No debemos alargar innecesariamente la vida del enfermo”

El Dr. Jacinto Bátiz, director del Instituto para Cuidar Mejor del Hospital San Juan de Dios de Santurce y secretario de la Comisión Central de Deontología de la OMC, analiza en este artículo la importancia de no alargar innecesariamente la vida del paciente 

Ensanchar la vida, sí, pero alargarla, no. Un pensamiento de L. de Crescenso reza así: “muchos estudian la forma de alargar la vida, cuando lo que habría que hacer es ensancharla”. Esta idea tiene sentido cuando cuidamos personas en la fase avanzada de su enfermedad, cuyo final irremediable será su muerte. Los enfermos en esta situación necesitan que les ayudemos a vivir con calidad la vida que les quede y que no nos empreñemos en alargar los días de su agonía a expensas de pruebas y tratamientos, en ocasiones más insufribles que su propia enfermedad.

Tal vez, haya cometido un error al comienzo de este artículo. Estoy dando por supuesto lo que el enfermo desea y esto no deja de ser, aunque con buena intención, una actitud muy paternalista. Lo que hemos de hacer, cuando nos disponemos a ayudar a quien padece una enfermedad incurable y en fase avanzada o terminal, es iniciar una conversación en la que mantengamos una actitud de escucha para poder comprender lo que él siente, lo que él desea en esos momentos trascendentales para él sobre los cuidados que nos disponemos a ofrecerle. Es verdad que, después de varios años de acompañar y de cuidar los enfermos que se encuentra en esa situación, ellos desean que les proporcionemos calidad (anchura) en vez de cantidad (alargamiento) de vida. 

Desean que les aliviemos su sufrimiento. Pero ¿sabemos qué es el sufrimiento? Académicamente podríamos decir que viene a ser el balance entre la percepción de amenaza y la disponibilidad de recursos para afrontar esa amenaza. A lo largo de muchos años de estar junto a ellos, acompañándolos en su viaje final, me enseñaron otra percepción de lo que es el sufrimiento: el sufrimiento es lo que el enfermo dice que es, es lo que el enfermo describe y no lo que los demás pensamos que debe ser. El enfermo, en la fase terminal de su mal, percibe la amenaza del final de su vida, percibe que en breve va a abandonar a sus seres queridos para siempre; y si no dispone de recursos para afrontar esta amenaza, seguirá percibiéndola y es entonces cuando el enfermo sufre.

Seguramente hemos podido controlar el dolor con los potentes analgésicos que la Medicina nos ofrece actualmente. Sin duda alguna, también le habremos ayudado a conciliar su sueño, controlar sus vómitos, aliviar su dificultad para respirar, etc. Pero el enfermo continúa sufriendo, porque es importante saber que la mayor parte del sufrimiento que ocurre en este final de la vida, a parte de provocarlo el dolor físico, tiene que ver con otros temas emocionales y espirituales y con su propia incapacidad para resolver los interrogantes más profundos de la vida. Si deseamos ayudarle para dar calidad a la vida que le queda, debemos aliviarle el sufrimiento en todas sus dimensiones. Pero ¿de quién es fundamentalmente el sufrimiento que pretendemos aliviar? ¿del enfermo, de la familia o del propio equipo asistencial? Ante esto no debemos olvidar que puede haber situaciones de gran impacto emocional en las que proyectamos fácilmente nuestras dificultades y las depositamos en otros.

En ocasiones, ocurre que la misma tecnología médica empleada para salvar la vida tiene el efecto involuntario de prolongar un estado agónico y el sufrimiento que esto conlleva. Con aquellos enfermos a los que les falta poco para morir, creo que los médicos tenemos la esencial responsabilidad de garantizarles una buena muerte aliviando su sufrimiento mientras llega.

Las personas, con enfermedades graves y básicamente terminales, a menudo sienten el temor de cómo será el final de su vida. Con mucha frecuencia este miedo se basa en el sufrimiento terminal que han presenciado en familiares o amigos. Por eso, la promesa que el médico les hace de ayudarles a enfrentarse con lo desconocido con una mentalidad sin perjuicios e imaginativa, si son capaces de sobreponerse a sus temores, es ciertamente tranquilizadora. 

No debemos alargar innecesariamente la vida del enfermo. Como dice Callahan, el mejor modo de tratar con la muerte es apurar el mayor esfuerzo tecnológico para mantener vivo al enfermo, y después, en el momento exacto en que ese esfuerzo resulta inútil o ineficaz, detenerlo y dejar que el enfermo muera. En otras palabras, creemos que debemos hacer funcionar la maquinaria a toda marcha hasta el mismo borde del abismo llamado inutilidad, justo antes de que empiece realmente a ser perjudicial para el enfermo. 

Respetar la vida y la dignidad de los enfermos implica, cuando ya su curación no es posible, un deber cualificado de atender a sus voluntades previamente expresadas de palabra o por escrito, de no causarles nunca daño, de mitigar su dolor y sus otros síntomas con la prudencia y la energía necesarias, sabiendo que se está actuando sobre un organismo particularmente vulnerable. En la situación clínica de terminalidad, la profesionalidad médica auténtica impone también la obligación de acompañar y consolar, que no son tareas delegables o de menor importancia, sino actos de mucha categoría y elementos necesarios de la calidad profesional. No tiene cabida hoy, en una Medicina verdaderamente humana, la incompetencia terapéutica del sufrimiento, ya tome la forma de tratamientos insuficientes o la forma de abandono.

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